Tenemos el condicionamiento o la idea, porque es viernes, sin siquiera preguntárnoslo: hay que salir a reventar la noche, a perder el tiempo en espacios abarrotados de gente solitaria. Gente que busca compañía o cree embriagar sus sentidos y emborracharse de felicidad. El estrépito de la música simplona y barullera, hablando de amores truncos, de traiciones, de muerte a la infiel, de odas a la mentira y a la perra mentirosa que nunca lo amó.
¿Quién dijo que ser feliz es moverse entre desconocidos que
solo quieren una compañía de una noche? ¿Dónde está escrita la regla que
infiere que la felicidad es solo horas de ruido, de aturdimiento y alcohol?
El rebaño sigue a un Dios indiferente: la noche hostil y la
soledad. Empujados por una catarata de estímulos y de promesas, cada cual
atiende su juego buscando saciar la necesidad consciente de llenar vacíos
porque no hay amor.
Pasado ese bochinche, y al quedarse a solas, cuando la luz
del sol se perfila en el horizonte – como zombis sin rumbo buscando un café que
los despierte un poco – me sacude la certeza de saber que, “aunque no lo veamos: el amor
siempre está”.